16 noviembre 2008
Urbana inconclusa
No era guapo ni conocido, pero adolecía de una cierta fama difusa, fruto del relativo éxito de su carrera como modelo de publicidad.
Segmentado, retocado o caracterizado, su rostro perfecto y anodino había aparecido degustando extasiado una tostada con mantequilla en diarios y revistas de toda la nación. También había sido esposo ejemplar que ayudaba a su señora en las tarea de planchado y afortunado conductor del monovolumen deportivo del momento.
Entrar en un autobús o en un bar le suponía enfrentar a los presentes a la contrariedad de encontrarse frente a alguien familiar de quien no se terminaban de acordar. En esos momentos, eternos para él, sus frustrados interlocutores amagaban un gesto, movían levemente un brazo, abrían la boca en "O" en una sílaba frustrada, a pocas décimas de pronunciar la primera palabra de una frase de reconocimiento que nunca llegaba. En esos instantes congelados, los presentes eran para él como peces escapados de un acuario que se agitan en el suelo, con la mirada perdida, intentando entender algo que les superaba.
Ella trabajaba en horario de mañanas en una compañía de atención telefónica que subcontraba sus servicios a diversos operadores de telefonía e Internet. En catorce meses de atención a reclamaciones había sido humillada e insultada sin derecho a réplica ni capitulación por once esposas trastornadas por la presencia de números extraños en las facturas de sus maridos, novecientos treinta y dos adolescentes en ataque de ansiedad por la caída de conexión en plena batalla multijugador y hasta por un medallista de vela olímpica que consideraba la no impermeabilidad de su terminal un defecto de fabricación. Y también por varios miles de ciudadanos anónimos en general.
Ocho horas diarias de improperios y descalificaciones resonaban en su cabeza cuando cada noche se ponía la bufanda antes salir de la oficina. Y sus ecos reberveraban en todo el trayecto hasta llegar a casa. Temerosa de ser atacada sin motivo por pensionistas, corredores de fondo o algún dependiente de supermercado, había aprendido a minimizar esa posibilidad en su vida cotidiana, reduciendo el contacto humano, caminando mirandose los pies, escogiendo los asientos individuales, concentrandose en la costura de la correa de su bolso cuando subía con alguien en el ascensor.
Aquella noche, cuando en el metro él tuvo que sentarse a su lado, ella se concentró nerviosa en su libro mientras él se ocultaba tras un mini diario con aire fastidiado.
No se hablaron, ni siquiera se miraron. No se complicó la situación en un curioso enredo hasta un desenlace satisfactorio e inesperado. No se conocieron, ni se sinceraron, ni enamoraron ni compartieron sus vidas hasta contarsela a los nietos.
Ni fueron felices juntos, ni tampoco especialmente desgraciados por separado.
El hecho es que no pasó nada hasta que llegaron a su destino. Y después, tampoco: ni siquiera bajaron en la misma parada.
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