16 diciembre 2004

Trayecto

No funcionó el remedio casero contra la depresión de las 20:10.
Al calor de papel de plata de la calefacción del tren, comenzó el inventario de su colección de miserias cotidianas. Luego lo dejó a mitad por falta de ganas.

Miró por la ventana del vagón frunciendo el ceño para atravesar el revés iluminado del interior que el cristal le devolvía. Luces de pueblos, urbanizaciones y polígonos industriales.
El resto del género humano seguía reproduciéndose y esparciéndose por el planeta. Igual que la última vez que miró por la ventana. Se impacientó.

Vió las diminutas luces de un avión que se alejaba a cámara lenta.
Intentó pensar en el tráfico aéreo, y en la frustración que debían pasar los controladores por no poder mandarlo todo a la mierda en mitad del turno. La imposibilidad de colgar los auriculares e irse paseando a las afueras a coleccionar insectos siempre le resultó un reparo a la hora de escoger esa profesión.

Miró las luces brillantes y lejanas, y la perspectiva de que todas ellas tarde o temprano se acabarían fundiendo le sumió en un estado de desánimo y pereza tan opresivo y repentino que pensó que nunca podría salir de él.
Se arrebujó en la chaqueta aunque no tenía frío. Paseó su mirada por el variado catálogo de nucas que le ofrecían el resto de pasajeros sentados de espaldas ante él, dispuesto a cerrar los ojos y fundirse con el tejido barato y descolorido que tapizaba su asiento.

Sin embargo, el tren tomó una curva pronunciada pocos segundos después.
El quejido provocado roce de las ruedas con las vías le devolvió a la vida.
Ya desde lejos pudo sentir como su frecuencia contagiosa inundaba el aire, reverberaba en los cristales y terminaba extendiéndose por los soportes de los asientos, el estampado del tapizado y los propios pasajeros que estaban sentados en ellos.

Se sintió abrazado por ese sonido. Hermanado con lo que le rodeaba por esa frecuencia común. Al fin estaba formando parte de algo, al fin estaba en sintonía con su entorno. Abrió los ojos para constatarlo.
Todas las personas sentadas en el vagón consultaban simultáneamente sus teléfonos móviles al haber tenido la sensación de que estaban sonando. O vibrando. O llamándoles desde ultratumba.

Buscó con la mirada el martillito rojo para romper los cristales en caso de emergencia, pero no estaba en su sitio correspondiente.

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