23 julio 2010

Rancheras en el deslunado

Cada casa del mundo tiene sus trucos, sus misterios y sus manías.

La que ocupo ahora tiene una cocina cuya ventana da a un estrecho deslunado. Ese hueco interior de planta triangular te hace, por algún milagro de la acústica, escuchar nítidamente las conversaciones que tienen lugar en cada una de ellas como si la persona espiada estuviera a tu lado mientras cortas apios.

Desde hace unos días me llega una voz distinta de la cocina del tercero. La que antes ocupaba la pareja jóven que intercambiaba agrios reproches mientras ella preparaba su ensalada y él esperara a que se terminara de hacer su pizza. Era una pareja en evidente fase terminal: vivir con alguien y no cenar lo mismo nunca es una buena señal.  
Pero no permitamos que mis reflexiones sobre dietética conyugal nos desvíen de la cuestión: La nueva voz era una voz firme y pausada, de hombre mayor. Una voz de señor.  Una voz que habla despacio por teléfono y termina meticulosamente las palabras, mimando la dicción. Parece la voz de un hombre reflexivo y métodico,  alguien que madruga, se limpia siempre en servilletas de tela y se plancha la raya del pantalón.

El caso es que esta noche la he escuchado pensando que era la primera vez y de pronto he recordado que la oí la madrugada del sábado pasado. Era una de esas en que llegas algo feliz y perjudicado y te das una ducha y abres la nevera para darle un buen golpe de estado y beber algo frío antes de irte a dormir.
Recuerdo que al abrir la nevera el condenado motor que le da vida se calló dándome tregua por un rato, y con en silencio de la madrugada llegó desde la ventana un quejido prolongado. Al principio pensé que era alguien pidiendo ayuda. Luego me acerqué a la ventana del deslunado y escuché algo lejana una grabación, una ranchera mejicana  La voz que cantaba encima, evidentemente alcoholizada, era la voz de hoy, la voz de la impecable dicción, la de la servilleta y la raya del pantalón. A duras penas vocalizaba la letra, añadiendo una nueva dimensión de pena a la ya de por sí triste canción, subiendo de tono en los estribillos y bajando a un murmullo ahogado y lastímero en las estrofas. Una de esas voces de borrachera espesa y solitaria, una voz que bordaba el aullido apagado de un perro lastimado.

Y realmente no sé quien es ese señor, y habrá a quien  la cosa le puede dar risa si un día me lo cruzo en el ascensor (si algún día llego a tener ascensor), pero desde esta noche ese señor tiene mi respeto y mi comprensión. 
Porque en este mundo histérico de positivismo, ansiolíticos y permanente disponibilidad,  todo el mundo nos debemos, necesitamos, y si no lo tenemos, deberíamos reclamarlo, un momento para estar y sentirnos completa y jodidamente derrotados.  Una sima, un valle, un punto más bajo en el que podamos lamernos las heridas, cantar rancheras en la cocina, o tal vez llorar mientras nos damos un baño. 
Un momento que más tarde, ya recompuestos, recordemos y nos haga sentir que no importa lo que venga después, lo peor ya lo hemos pasado.

5 comentarios:

anna g. dijo...
Yo soy de las que lloran en la ducha. Para disimularme las lágrimas entre la lluvia que cae sobre mi infierno particular.
neko dijo...
Al fin y al cabo frente al mundo intentamos ser solo fachada.

En este caso es como si hubieras compartido su soledad sin que ni siquiera el mismo llegué a ser consciente.

¿Cómo va ese insomnio?
Un saludico
pab dijo...
El insomnio me va genial: cada vez duermo menos :D
neko dijo...
pues chico, aprovecha el tiempo, aprende a hacer punto y te vas tejiendo jerseys y bufandas para el invierno!

Ese algo que te ronda la cabeza llea demasiado tiempo "atrapado" ahi dentro, ya es hora de ayudarle a escapar :)
pab dijo...
Bueno, quiero pensar que el calor está teniendo tambien algo que ver, a ver si este finde refresca un poco.
Pero me apunto lo de las labores, lo de las abuelas con la lana y las agujas siempre me ha parecido un superpoder.