20 junio 2006

Melodrama en papel de albal

La dependienta de la tienda de comidas para llevar se fijó en el jovencito ojeroso meses atrás. Le enternecía su mirada perdida, su pelo alborotado y su aire de cachorro abandonado.
Le recordaba a su hijito, al que había dejado con su abuela años atrás en Rumanía.
Un día, decidida a llamar su atención, y harta de ver como el chico pedía un día sí y el otro también la misma ración de ensalada, decidió deslizarle en la bolsa una generosa ración de albóndigas en salsa.
Respondió la extrañada mirada del joven con un guiño de complicidad. Éste sonrió nerviosamente, pagó su ensalada y se marchó silencioso, casi esquivo, como todos los días hacía.
Pasaban las semanas y los meses. Pasaban los arroces al horno. Las patatas bravas. Los canelones de carne. Los de atún. Pasaban la pasta al pesto, la pizza calzone y pasaban los calamares rebozados.
Una calurosa mañana el chico no apareció. Y la ración de gazpacho manchego se enfrió y endureció.
Pasaron los días y la dependienta miraba desasosegada la puerta, a la espera de ver aparecer al tímido muchacho caminando con las manos en los bolsillos.
Nunca volvió a hacerlo. Meses después se enteró gracias a una vecina que había fallecido de forma fulminante por una insólita dolencia cardiovascular, agravada por problemas de hipertensión y colesterol.
Los chicos de ahora, que comen muy mal.
La mujer lloró toda la mañana, mientras preparaba las raciones de ensalada.
Al día siguiente varias personas preguntaron la receta del delicioso aliño del día anterior.

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