24 junio 2006
El fin del mundo tal y como lo conocemos (II)
Era un hecho incontestable.
Lo único necesario para construir un castillo de piezas de Lego es conocer cómo funciona el mecanismo que las une, y disponer de tiempo para ensamblarlas.
La Teoría de la Respuesta Absoluta describía de forma brillante y sencilla la naturaleza de las fuerzas más elementales del universo, los diminutos ladrillos que lo conforman todo: átomos, motas de polen, insectos, personas, montañas y estrellas.
Pero lo más increíble era que permitía, a partir un exacto conocimiento de las reglas más elementales, deducir con total certeza el resto de reglas que de ellas se derivaban. Desde el comportamiento de la partículas a los procesos mentales que rigen el comportamiento de las personas.
La comunidad científica se deshacía en elogios con el autor, un hasta entonces anónimo catedrático de Física.
Tras las primera menciones en publicaciones especializadas, y algunas conferencias, vinieron los cuatro galardones Nobel simultáneos (física, química, medicina y economía) y el reconocimiento mundial.
A su creador lo bautizaron como el Profe de Einstein y el Némesis de la Duda, dado que se decía que, aplicando su fórmula, era capaz de responder cualquier pregunta con total certeza.
El género humano afontaba una nueva era en la que el misterio y la incertidumbre habían sido desterrados.
Mientras tanto, el ilustrísimo catedrático de física observaba desde la ventana de la suite del lujoso complejo vacacional como su señora flirteaba en las tumbonas de la piscina con el guapo socorrista cubano.
No necesitó aplicar la fórmula para saber que esa noche iba a irse de allí.
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