21 julio 2005
Zumos de frutas
El otro día fuí a trabajar somnoliento con la intención de no beber café. Así que para compensarlo bebí tal cantidad de zumos de frutas con ginseng y guaraná que cuando fui a coger el tren de vuelta estaba tan exultante de energía que decidí correr a su lado en lugar de subirme en él.
Llevaba ya cuarenta y dos kilómetros trotando cuando me aburrí y decidí sentarme en medio de un inmenso arrozal tapizado del verde más intenso que uno se pueda imaginar.
El horizonte estaba tan recto y tan lejos que si me ponía en cuclillas mi mirada atravesaba el campo durante kilómetros y kilómetros rozando con la panza las puntas aún tiernas del cereal, que apuntaban al cielo mecidas una brisa suave e indecisa. Una brisa juguetona e indolente. Una brisa irresponsable y carente de todo propósito de convertirse en viento o cualquier otra cosa. Una brisa merecedora, por otra parte y debido a éstas y muchas más razones, de mi más sincera envidia.
El cielo se puso marrón, luego naranja y luego rosa. Finalmente, no contento con ninguna de las opciones decidó teñirse de todos estos colores, a jirones tornasolados que competían entre ellos por hacer la espiral más intrincada.
Me dio la sensación de que los efectos del zumo convertían mis ojos en cámaras de cine y que cualquier mirada que dirigiera a algo adquiría al instante tintes de composición fotográfica.
Contento con mi nuevo don me dediqué a recorrer los pueblos medio abandonados llenos de coches desmembrados que se oxidaban en las cunetas. Buscando rincones insólitos y ángulos peculiares que registrar con mi nueva mirada, impresionando con la retina una película que sólo yo podría ver despues...
Luego un golpe seco me hizo abrir los ojos y me incorporé en el asiento tapizado con una sufrida tela gris estampada, y observé como la gente salía del vagón, en la estación de destino.
O no.
O no me dormí.
O no desperté.
0 comentarios:
Publicar un comentario