18 febrero 2005

Intermedio

Llegué tarde para coger el tren de todas las mañanas. Y pronto para coger el siguiente.
La inflexible rejilla horaria de salidas me condenó a veintidos minutos de forzada inactividad contemplativa. Todo un reto para los urbanitas vocacionales que siempre estamos en tránsito hacia algún lado.

Me acomodé dentro del grueso anorak. Hacía mucho frío, y cada exhalación apresurada de los transeúntes era apostillada por un leve rastro de vaho, aun estando resguardados por la enorme bóveda metálica de la vieja estación.
Me apoyé en una de las vigas de acero plagadas de remaches y me dispuse a captar los pocos rayos blancos de sol que atravesaban los cristales translúcidos de la claraboya.

La misma voz femenina de todas las mañanas repetía impasible y neutra las correspondencias entre andenes y el destino de los trenes que había en ellos.
Un afilado Euromed procedente de algun sitio lejano fenó majestuosamente y vomitó unas decenas de pasajeros, la mayoria cargados con portafolios y pequeñas maletas rodantes.
Yo pensaba absorto qué sería de la propietaria de la voz femenina e impasible que algún día grabaron, postprocesaron y trocearon para ser manejada como un títere por algún operario aburrido tras una consola llena de botones.
Me preguntaba qué sensación debería darle entrar en una estación y oir una versión descarnada de su propia voz, procedente de todos lados, cargada de un eco casi eclesiástico. Una voz ubicua, omnipresente y también ausente a todo lo que abajo ocurría.

Un crujido extraño me sacó de mis divagaciones. La voz se interrumpió de golpe. Luego volvió a mitad de palabra, con esa intermitencia característica de una conversació telefónica con poca cobertura.
Un último crujido de despedida y se hizo el silencio.
A nadie pareció importarle, por lo que concluí que los presentes en la estación eramos todos usuarios cotidianos y expertos.
Los viajeros del euromed terminaron de desaparecer por la puerta de salida.
Un cercanías salió, avisando en última instancia del cierre de sus puertas con la histérica y consabida salva de pitidos.

Y de pronto me quedé solo. La pulida explanada del hall de la estación aparecía desierta ante mis ojos, una escena inaudita a esas horas de la mañana. El continuo parloteo automático de la megafonía enmudecido y se hizo un silencio solemne.
Una empleada de matenimiento arrastraba un carro de limpieza a lo lejos. Escuché una paloma revolotear sobre mí y posarse en las vigas arqueadas que soportaban el techo.
Los rayos de la claraboya trazaban líneas de luz en el aire que al tocar el suelo dibujaban rectángulos blancos en él.
La escena comenzó a resultarme cada vez más irreal según pasaba el tiempo.
Empezaba a pensar que algo excepcional estaba ocurriendo y que tal vez yo era el único que no se había enterado. No sería la primera vez.

Y en ese momento algo se rompió de nuevo. Llegó un tren. Volvió la voz femenina y ubicua. Aparecieron decenas de personas de los vagones. Conversaciones. Pasos. Prisas. Una risa.

Sacudí la cabeza. Llegó mi trén. Me metí en él. Y el tren partió, como siempre.

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