21 mayo 2009

On the move

De mudanzas nunca he sabido nada y en unos pocos años me he vuelto un experto.
Hay muchas formas de dejar una casa. De todos los tipos de traslado, los escuetos y progresivos se han convertido en mi especialidad, la tendencia natural de quien no tiene coche y sí una lista de amigos a los que ha recurrido en demasiadas ocasiones.
Así que poco a poco y aprovechando viajes casuales, va uno desmantelando el sitio donde vive hasta dejarlo en unas mudas de ropa y un cepillo de dientes.

Los últimos días en la casa de la que te vas es una historia de inanición programada de despensas y nevera, pero también de minúsculas despedidas.
Te despides del rombo de sol ondulado que aparece por las mañanas en las cortinas del baño, de los ruidos de las vecinas y hasta de los olores de los armarios.
Y da igual que te vayas de una húmeda ratonera al Taj Mahal, rara vez lo haces plenamente convencido. Es como si el lugar supiera que algo peligra y en un intento desesperado recuperara todos sus encantos.

A eso ayudan sin duda los fantasmas de los ratos pasados, de los buenos e inesperadamente también de los malos. No hay nada mejor exorcismo para la memoria que vaciar los sitios vividos. Desempolvar el escenario de cenas desayunos risas y discusiones supone una catársis que curiosamente sabe más de perdón que de olvido.
Tal vez los malos recuerdos desprovistos del lugar donde habitaron se saben más inofensivos y se meten mansos en las cajas, entre tres o cuatro libros y ese montoncito de cajas de cedé vacías que no tiras y acabas llevándote a todos lados porque te gustan las portadas.

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