26 enero 2009

Big Crunch

A veces conoces a una persona que consigue despertar tu admiración y te hace desear ser tener algo de ella, empaparte de algo de lo bueno que destila. Y te hace recriminarte a tí mismo el estar siempre tan disperso.
Esa admiración no tiene porqué venir necesariamente de una persona ejemplar ni excepcional, a veces cualquier desalmado/a puede tener de manera inadvertida un momento brillante y convertirse en un fabuloso y efímero referente de conducta.
Pueden ser las cosas más elevadas, o las más triviales. Como esa chica apocada que luego rueda un corto que te cuenta tu vida en seis minutos. Como quien respira sólo para la fotografía o la música. Como quien se deja las horas trabajando en cooperación. Y veces, tan sólo, como esa desconocida que se está leyendo un libro que gusta en francés, o ese tío de aires indolentes que transforma la ropa hortera en cool en cuanto se la echa encima.

A veces piensas eso con cualquiera de ellos, luego coges un metro, trasbordas con un tren, escuchas dos discos, ves un capítulo de una serie, masticas unos cereales y sacudes la cabeza. Y pierdes el hilo de quien querías ser, y de porqué querías serlo. Lo recuerdas perfectamente, pero decides que sería un auténtico coñazo tener que lidiar con esa faceta ejemplar las veinticuatro horas del día.

No sé que me molesta más, si ser tan impresionable, tan inconstante, o el ser ambas cosas a estas alturas...

En cualquier caso, me he documentado y creo que tengo todos los síntomas de estar entrando de nuevo en la pubertad. Oh, dios mío, el acné.

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