24 septiembre 2007

Tokyo subway

Usted se rió de Taro Yamada.
Usted, su vecina, sus compañeros de trabajo y también yo, por supuesto.
Taro Yamada era el niño de dieciocho meses que daba cabezadas de puro sueño mientras sus padres, aguantandose la risa, grababan su adormilamiento con la cámara de video familiar.
Ese bebe cabezón, el que terminaba durmiendo con la frente pegada al suelo.
El mismo cuyas imágenes se propagaron por todo el mundo, en programas de vídeos pretendidamente divertidos en los que se premiaba al padre más avispado en el arte de captar el batacazo del retoño, cuñado o suegra en la reunión familiar de turno.
Y no me salga con el cuento de que usted ese programa no lo vió.

Taro Yamada no le perdonó. Ni a usted, ni a su vecina, ni a sus compañeros de trabajo. Ni a mí, por supuesto.

Taro Yamada creció. Y ahora es un adolescente flaco y malcarado, que fuma indolente mientras se suelta el nudo Windsor de su estricto uniforme escolar.
Y sepa usted que nos odia a todos. Y desea vengarse. Lo piensa todos días cuando mastica sus fideos en el comedor del colegio mayor. Y también cuando espera al metro en la parada de Toei Shinjuku.

Es en esos momentos de anonimato e introspección en el vagón abarrotado, donde más cerca está de su revelación. De tener la idea, de hallar los medios de hacernos pagar nuestra afrenta y obtener su justa retribución.

Pero afortunadamente para usted, para su vecina, y sus compañeros de trabajo (y también para mí, para qué negarlo) cuando Taro Yamada viaja en metro, el hipnótico balanceo del vagón termina haciendolo sucumbir al sueño, evaporando sus planes de venganza.

Huelga decir que, durante esos momentos, el pobre muchacho da unas cabezadas de lo más divertidas.

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