14 septiembre 2007
Un febrero
Esto está sacado de algo que escribí un febrero, el último, a una persona de la que últimamente sé poco (a ver si con esto espabila).
Es curioso cómo con meses de distancia puedes leerte y no reconocerte. Ahí va una entrada larga y enlatada, para variar ...
"Últimamente sin saber muy bien porqué me escapo a la hora de comer y me voy caminando todo lo lejos que la hora y media y mis piernas me permiten. Camino ligero, con prisa. O al menos intentando aparentarla. Y lo observándolo todo. Al camarero que recoge vasos de la terraza con tedio. Al trajeado agente comercial ávido entrando al restaurante con un cliente. Al adolescente agilipollado que van en la scooter más ruidosa del mundo llevando el casco del revés, que se cruza con el transportista borrachín con la furgoneta destartalada.
Desde la distancia de mi rol de extraño con prisa observo como la gente se desloma día a día intentando resolver sus problemas, provocando sin saberlo (o a veces sabiendolo) los problemas de los demás. En mi ruta sonámbula de horas de comida escojo las calles por las que me meto guiado por criterios tan arbitrarios como "si camino por aqui me dará el sol y me apetece" o "no me gusta esa señora, me cambio de calle".
Muchas de esas veces termino la caminata en un parque al que hace tiempo mis zapatos caminaron solos. Es un parque bastante grande, casi en las afueras de esta pequeña ciudad con espíritu de pueblo grande a la que cada día me toca ir a trabajar. En él hay un lago, y césped. Y espacios abiertos. Y cipreses. Y cantidades ingentes de sol de invierno, ese del que apetece.
Todas esas cosas que siempre me han dado igual, principalmente porque la última vez que había pisado un parque en quince años era para bajar a mi perro (que en paz descanse) o para hacer mis primeros e inocentes botellones. A las horas a las que llego nunca hay nadie, con dos excepciones: Un grupito (afortunadamente lejano) de madres jóvenes que comparten secretos de madre jóven mientras sus hijos escenifican la versión entrópica y gritona del Circ du Soleil.
Y dos señores mayores, que comparten sendos bancos situados al borde de una gran extensión de cesped. No son amigos, o al menos no sé si se conocen porque no se sientan juntos. Pero siempre están allí.
Siempre me siento en el banco. Siempre me deslumbra el sol y noto como el sol comienza a calentarme la ropa. Siempre me arrepiento de no haberme traído un libro. Siempre me entra sueño, a veces hasta noto que doy cabezadas. Y siempre aparece una nube, que suaviza el sol adormecedor y me salva de acabar durmiendome en el banco y obligar a las madres a enseñarles a sus hijos la palabra "yonki". Entonces suelo incorporarme y observo a lo lejos a los dos señores mayores a lo lejos, arropado en observación por esa invisibilidad que te concede la víctima de tu voyeurismo cuando es un septuagenario miope sentado a setenta metros. Entonces me doy cuenta de que no hacen nada. De que permanecen sentados mirando a algún punto de fuga situado en el infinito enfrente de ellos.
Hago balance, recuerdo al camarero, al agente comercial, al adolescente gilipollas, al transportista alcohólico y a las madres de los niños acróbatas y llego a la conclusión de que estos dos hombres son demasiado viejos ya para molestar a nadie, y eso les excluye del juego. Y se resignan a ver crecer el césped. Y a hacer uso del banco de madera que han pagado con 65 años de religiosas aportaciones tributarias. Y estoy seguro de que ellos tuvieron sus pequeñas dosis de éxtasis material, eso que llaman triunfar en la vida. Probablemente cortejaron a la chica en edad de merecer más guapa de la aldea, y cansados de gastarse el jornal en bombones se acabaron casando con las que les hacía caso. Y se enternecieron bailando boleros de Machín y coreaban a Nino Bravo. Tal vez migraron a la capital, y medraron, y tuvieron a los veintidós un pequeño Morris descapotable que fué la sensación entre sus envidiosos compañeros de trabajo enlatados en Seisicientos. Y luego lo vendieron para pagar el piso en un barrio dormitorio en el que criar a las tres hijas y dos hijos que treinta y dos años después conspirarían para meterles en una residencia y quedarse con la pasta del piso.
Y a veces todas estas cosas te hacen cambiar de perspectiva. Y te das cuenta de que tu pieza en este puzzle tiene forma de interrogante . Y te vuelves otra vez atravesando el histérico maremagnum de claxons, cajeras de Schlecker e instaladores de telefonía y te preguntas qué sentido tiene echar más leña a la caldera si sabes que la vía está cortada. No importa que el socavón esté cerca o lejos, el hecho innegable es que tarde o temprano el tren descarrila y es una estupidez quedarte en la cabina suponiendo que a tí no te va a pasar eso porque tienes el íntimo convencimiento de que tu vía empalma directamente con la que lleva al País de la Piruleta.
Hemos de bajarnos, y saludar a los pasajeros con un pañuelo, deseandoles toda la suerte del mundo. Y tenemos que pisar los caminos, andar a nuestro ritmo y dejar que el barro de nuestros camales atestigüe que somos nosotros los que elegimos qué charcos pisamos. "
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