24 noviembre 2006
Ser patata dos minutos
La enfermera me cablea todo el cuerpo y la extremidades haciendome sentir ese experimento de EGB en el que se extrae electricidad de una patata.
Tengo claro que en todo este montaje eléctrico la patata soy yo, y me pregunto si lo que fluirá por los cables hasta el aparato a mi lado será energía positiva, negativa, antimateria o positrones.
La chica me pide que no hable y que no me mueva. Se lo agradezco en silencio, no tengo mucho que decir y moverme con todos esos tentáculos en el cuerpo sería complicado.
En esos dos minutos de forzosa inactividad me dedico a mirar el trozo de cielo que se vislumbra desde mi camilla a través de las ventanas. Ventanas deslizantes, estrechas, de aluminio un poco abollado que tal vez dan a un deslunado desconocido por los jubilados habituales al ambulatorio, esos que conocen todos los secretos de las consultas, las colas y las recetas.
El cielo gris indefinido contrasta apenas con los barrotes oxidados pintados de color gris seguridad social, ese color que con los años ha dejado de hacerse ilusiones de lucir y sabe que está para lo que está.
Todo en estos sitios (los neones, el color de las paredes, los posters informativos sujetados con celofan) está supeditado a la funcionalidad, cosa que a mucha gente deprime pero a mí por otro lado me tranquiliza. Prefiero que dediquen tiempo y recursos a la máquina que está absorbiendo mis positrones que a regar los floreros.
A fín de cuentas, nadie quiere estar aquí demasiado tiempo.
Me planteo hacer un ejercicio de instrospección para averiguar qué es lo que está fluyendo por los cables y alimentando la máquina. Sea lo que sea, si sale de mí, lo he de echar en falta.
Pero me es imposible, la chica me desenchufa uno a uno todos los cables y me dice que ya puedo vestirme.
Observo a la máquina, que en agradecimiento a mi suministro ha pagado con una extensa rúbrica en papel contínuo. La chica apunta algo y se despide.
Ha estado bien esto de no hablar ni moverse dos minutos. Podría acostumbrarme.
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