25 agosto 2010
Quechua
Nadie informa en las tienda de deportes y aventura sobre la cantidad de ángeles y demonios que pueden colarse en los cientos bolsillos de una de sus mochilas. Tras en unos días de escapada muchas cosas buenas y malas pueden escurrirse dentro y anidar en las costuras, por muy avanzados y estancos que sean los cierres y el tejido.
Algunas pueden meterse dentro antes de partir y te las encuentras en el punto de destino. Otras se esconden durante la travesía y anidan latentes en tus armarios cuando de vuelta a casa deshaces el equipaje.
Mi mochila sigue erguida en el pasillo después de dos días, y de ella he sacado sólo lo imprescindible. Su presencia a contraluz resulta tan inquietante como la cantidad de cremalleras que me quedan por abrir y comprobar. Mi cabeza tiene la pereza de quien evita procesar lo malo, y de alguna manera retrasa el momento de plastificar lo bueno con el simple estatus de recuerdo.
04 agosto 2010
Pinocha
De cuando el mundo era pequeño, el tiempo se medía en ratos y las tardes eran más lentas recuerdo el marrón oscuro de las costras de mis rodillas y las meriendas de fuagrás y de nocilla; inventos de madre, cosas pegadas al pan que no pudieras desechar. También las bicicroses y motoretas, los polos de hielo y los petazetas y las manchas de resina que mi madre me quitaba de la piel con aceite de oliva. Las verjas verdes y oxidadas, las parcelas llenas de grava, el cine de verano en el bar de la piscina y las mañanas de agosto explorando el monte con mi bicicleta. Aventuras solitarias aprendiéndome el camino de todas las pistas de tierra y llegando a la gran torre de electricidad de forma piramidal que mantenía muy alto en medio de los pinos esos seis cables de alta tensión que cruzaban el cielo de lado a lado y que no sabías dónde iban a parar. Recuerdo estar mirándola bajo un sol de justicia embotado por el sofocante canto de cien mil chicharras, el sonido del calor y del mediodía. Y la placa amarilla y triangular con ese símbolo de un hombre atravesado por un rayo que me tenía hipnotizado. Recuerdo acercar la mano y escuchar vibrar el metal al son herziano, grave y continuado, de miles de voltios electricidad. Ese sonido como de serpiente de cascabel, que aún sin saber si puedes o no tocar te avisa que es mejor mirar desde una distancia prudencial.